De Lirio



    Estaba yo, sufriendo otra vez. Pero esta vez no era en un lugar habitual. Estaba en el desierto. Abandonado. Me habían dejado como castigo. Como castigo bien merecido, pensé yo al comienzo.

    Me habian atado las manos y vendado los ojos. Apenas me bajaron del vehículo en el que me llevaron, arrancaron velozmente. Yo, que ya sabía que me iban a largar en un lugar tan inhóspito y quedaria mi persona tan vulnerable ante el imponente sol y la sequedad del lugar, sabía que a penas me bajaran del vehículo intetarian huir sin dejarme ningún tipo de rastro para seguir. Como lo había pensado me tiraron abruptamente y di varias vueltas, intenté levantarme rápidamente pero caí un par de veces antes de poder incorporarme del todo, oía risas en un idioma desconocido, pero la burla de la venganza es un idioma universal.

   Se gritaron algo y el coche aceleró escupiéndome arena. Intenté correr. Caí. Me levanté y troté siguiendo el sonido del motor. Fue cuando escuché disparos. Fue lo último que escuché, una bala paso muy cerca de mi oreja y un zumbido llenó mis sentidos.

    Caí de nuevo rodando esta vez varios metros más, tragando arena. Quedé boca arriba, escupí las piedras calientes. Me arrodillé y arrastré mi cara contra la arena, cerraba fuerte los ojos, maldecí mi suerte y la seguí arrastrando hasta que el vendaje me dejó entrever. Ví el sol y la arena, el dolor y la soledad. Horizontes de arena, dunas de arena y arena, el sol y arena, el cielo, ninguna nube y arena, arena y arena. Hice un intento por no desesperarme, maldecí. Froté un poco las muñecas para aflojar la soga, entre transpiración y arena, el dolor no se hizo esperar.

    Di unos pasos mirando hacia todos lados, ningún punto de referencia, el sol inmenso como jamas lo imaginé. Seguí frotando mis muñecas, dolía. Gemí palabras que no sabía decir, respiraba agitado. Hice fuerza con los brazos intentando soltarlas de su atadura. Grité, grité otra vez invocando demonios. Grité al cielo y a los vientos, grité a la soga y me grité a mi. Caí de rodillas y supliqué llorando. El miedo y la impotencia me habían poseído. Las lágrimas y el grito de mis pulmones acalorados. Hasta que la furia resurgió, la soga cedía. Mi primer victoria y mi ego ya estaba a la altura del sol. Me paré y reí. Solté una carcajada, “No vas a poder contra mí, NO VAS A PODER CONTRA MÍ” le hablaba al desierto, este rió. Logré soltarme las manos y retirar completamente el vendaje de mis ojos. Reí otra vez, reí con locura.

    Me vi solo. Me vi y nadie mas me vió. Nadie sabía de mi existencia, ni siquiera yo. Me vi muerto de sed en unas horas, me vi morir de calor, quemado por viento y arena.
    El viento contenía maldad, el viento era el diablo. Golpeaba contra mi cara con fuerza, parecian golpes de puño de arena, después paraba subitamente y otra vez arrazaba con mi piel, que se escamaba. Dolía viento y arena golpeando intermitentemente mi piel escamada. Mis ojos rojos, por la pelea que mantenían vigorosamente mis parpados con las piedras y el exasperante viento.

    Desesperaba respirar, desesperaba el viento, desesperaba ver tantos nortes, desesperaba el único sol, cada vez mas gigante. Era el único lugar del planeta donde el sol no se movía, sino que crecía. Crecía hasta mis sienes. Inundaba mi cuerpo de un fuego perfecto que devoraba lo que alguna vez fue hombre.

    Hacía dos pasos y miraba mis costados, viento y arena borraban mis pasos antes dados. Volvía a dar pasos y volvian a desaparecer. Ese era, es, y será el unico lugar donde no transcurre el tiempo. El tiempo no tiene efecto en el desierto. Era mi eterno instante en el infierno, pero estaba vivo, esa batalla todavía no la tenía perdida.

    Y el eterno instante duró. Duró incontables pasos nunca dados. Y las dunas cambiaban de lugar, giraban a mi entorno. Era lo unico vivo, en ese enorme pero comprimido lugar.

    Arena. Arena, viento y cielo. Arena, viento, cielo y sol. Sol y yo. Lo único fuera de la arena, el sol; lo único fuera del cielo, yo.
    Yo, en la inmensidad atemporal. Era yo contra el desierto. Y el desierto inmenso inmortal, eterno y brutal, no podía conmigo.

    Sonreí, el viento llamándome poseedor de locura mermó. Suavemente fue disminuyendo sus olas de fuego. “Date cuenta que no vas a poder conmigo” sonreía, reía y soltaba carcajadas y gritos de victoria.

    Le tocó a él. Sopló tan fuerte que me tumbó, rodé varios metros, varias vueltas y quemaduras en mi piel. Parecía despertar, grité y le grité con fuerza. Le grité que me deje en paz, que me deje de joder. Mis ojos irritados lo buscaban, le gritaba a izquierda y derecha, se escondía detrás de mí y se burlaba. Se burlaba soplando de nuevo, otra vez caí. Giraba buscándolo, le gritaba qué pare, qué ya basta, qué ya no podia más, lloré.

    Llorando clamaba al sol qué pare de agitar el viento, qué calme la ira de su hermano. Qué ya no hacía falta, qué mi muerte estaba en sus manos. Qué no quería seguir sufriendo las olas de fuego y arena. Qué mi último deseo, si es que lo merecía, era morir caminado y no sentir más que mis pasos al morir. Quería, como siempre quise, morir de pie.

    Avancé unos pasos y el tiempo soltó el embrague. Por primera vez tuve sombra y entendí que debía seguirla. Mi sombra calmaba el calor de la arena y hacía dichosos mis pasos, mis últimos pasos.

    Mi gigante amigo, me abrazaba de los hombros. Me guío, me acompañó. Sonriendo y suspirando le entregué este cuerpo a mi noche. Vencí.

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